martes, 31 de mayo de 2011

Una cuartilla de Summertime

Avancé como las ratas de los Grimm, guiada por aquella voz potente y narcotizada. Atravesé el pasillo de la primera planta y me detuve ante una puerta de madera lisa pintada de un color azul cielo. Me quedé ahí, de pie, mirando la superficie de pino. A la altura de mi cabeza, encontré una hendidura parecida a la que haría un balón de fútbol disparado con rabia y fuerza. Recorrí el cráter con la yema de mi dedo índice, luego con la palma de mi mano, como si en el acto de tocarla la descubriera varias veces. Al otro lado, una voz. La de una mujer que cantaba el Summertime más triste y roto que he escuchado en la vida. Summertime,/ And the livin' is easy/ Fish are jumpin'/ And the cotton is high. Las asperezas de la grieta en la puerta me raspaban la piel de los dedos y un remolino de casa perdida me devolvió a las primeras veces que escuché a Gershwing. Estaba entonces, como ahora, quieta, en mi habitación, escuchando a mi madre arreglar sus cosas en la suya. ¿Aquellas versiones las cantaban Ella Fitszgerald, acaso Mahalia Jackson? Ya no recuerdo. Pero la oscuridad de la voz que ahora escucho no es una piel, tampoco un color. Es la ausencia de una luz, de toda luz, de cualquier tipo de luz. No debería de estar aquí. Pero sigo de pie, sintonizando esa voz apaleada y hermosa. Sigo, de pie, a punto de tocar con losnudillos a la puerta de una voz descarriada, una voz sin coro, una voz sola entre camas vacías, grifos con goteras y visitas de seis a ocho. Your daddy's rich/ And your mamma's good lookin'/ So hush little baby/ Don't you cry ¿Qué aspecto tendrá la dueña de esa voz? ¿Qué tan mayor será? ¿La he visto antes? ¿Me ha visto ella a mí? ¿Cómo se llama? ¿Magda, Alicia, Pilar? ¿Tendrá un nombre compuesto? Hasta ahora, lo único que sé de la naturaleza de esa voz es que pertenece a una mujer al otro lado de una puerta. Una mujer que no arrulla a nadie, excepto a sí misma. One of these mornings/ You're going to rise up singing/ Then you'll spread your wings/ And you'll take to the sky. Seguí tocando las asperezas de la madera con la yema de los dedos. Frotándolas sin hacer presión, como si esperara la tormenta que tiene que caer sobre Catfish Row (...)

jueves, 26 de mayo de 2011

Propiedades de una cerilla

Cada vez que llueva y sea de noche en Madrid
me haré con tu nombre para cruzar la calle.

miércoles, 25 de mayo de 2011

"La tierra giró musicalmente..." (*)


Hablaba Javier Marías de la muy “delgada línea que separa los hechos de las figuraciones, y aún los deseos de los cumplimientos” cuando levanté la mirada. No recuerdo una camisa de puños y una corbata color café capaces iluminarse de aquella forma bajo el sol de las siete. Separé el restante de la ceniza de mi cigarrillo. Sonreí. Pronuncié algo parecido a una bienvenida. Lo hice, supongo, como se reciben las miradas inesperadas o los golpes de suerte. La línea de Tu rostro mañana se encendió sobre la página impresa del ejemplar de biblioteca. O acaso sobre el algodón de la exhausta camisa de puños que tuerce su camino para atravesarse en el mío. La muy delgada línea… de figuraciones y botones, la delgadísima frontera entre los deseos y sus cumplimientos. Aparecer, de la nada, como quien se conoce en la casualidad de un cigarrillo o el tropiezo en una escalera. Cumplirse, sin la antipatía de las hipótesis. Buscarse como lo hacen los deseos al final de la tarde.

(*) Verso del poema "La tierra giró para acercarnos", de Eugenio Montejo.

martes, 24 de mayo de 2011

Tú, pasajera


A Elisa, la dueña de Manhattan

Soy la mujer de mis sueños
rompo los viaductos
regreso de otras noches
de otras diligencias


Soy la mujer de mis sueños
me descuelgo del gancho de ropa
y una pestaña
se quema sobre la sequía de mi mejilla


Soy la mujer de mis sueños
llevo las piernas escondidas en mi cartera
no cumplo expectativas
tampoco digo la verdad


Soy la mujer de mis sueños
hablo con otra
que escribe sobre la gente que se divorcia
para no tener recuerdos


Soy la mujer de mis sueños
regresando de la única vez que vez que realmente estuvimos solas


Soy la mujer de mis sueños
el centro de mis huesos
lo uso como cenicero


Yo soy la mujer de mis sueños
y no sé cuál de mis doce lenguas de fuego usar.

domingo, 22 de mayo de 2011

Césped

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En el kilómetro cero de la ciudad la gente despeina la estatua ecuestre de una plaza pública. A la misma hora, el césped pierde su forma bajo la planta de mis pies sin zapatos. Froto mis dedos gruesos y sin gracia contra un puñado de piedras. La prensa de este sábado se muere de risa. El sol retrocede y las hormigas se trepan a los tobillos. En este parque algo merodea, piromaníaco, el borde de las palabras. Es el viento atizando la tarde contra la ventana batiente de una sonrisa.

jueves, 19 de mayo de 2011

Erre de rojo


Tenía razón Clarice Lispector cuando decía, sobre aquel hombre, que ser pelirrojo era un acto involuntario de rebeldía. Y ha de ser el tono cobrizo de algunas barbas que saben, sin que nadie se los haya enseñado, llevar la contraria a los días de lluvia. Llevaba razón Lispector sobre ése y quizás algún otro parcial pelirrojo que desdobla las sonrisas como pañuelos y aprieta los buenos días en el césped rasposo de la mejilla. Tenía razón, creo, la Lispector. O al menos eso pienso mientras inspecciono los rastros del picor que todavía recorre la piel de mi rostro. Mi escritorio luce aburrido, ordenado, perfecto. Estoy riéndome. Y aún no sé porqué. Sí, tenía razón Clarice Lispector.

lunes, 16 de mayo de 2011

A de azúcar

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Azúcar. Dícese de una situación primaria del gusto. Estado elemental del vértigo. Tema libre envasado en sobres de 8 gramos. Sustancia prescindible en el café e indispensable en cierto mobiliario urbano o construcciones de ocho o más plantas.

domingo, 8 de mayo de 2011

Un clavadista en el Hudson (Décimo intento)

Cuando llegó, Clemencia estaba atada como un pernil. Tendida en el suelo, con los ojos vendados y un pie sobre la nuca. No lloraba su mujer. Hacía lo que le ordenaba el policía vestido de paisano a quien Antonio Diez no pudo arrebatar el arma. El mismo que le machacó el rostro contra la biblioteca de pino, mientras Clemencia, con el afinador del piano a unos pasos, daba gritos vendados por una cinta color canela. Antonio Diez intentó incorporarse, luchar contra aquel policía vestido de paisano que había entrado en su casa para dejarle la vida revuelta, para siempre. Aquel hombre golpeó lo suficiente como para que aún pudiera mirar, de cerca. El primer disparo fue en el rostro, para desfigurarla. El segundo en la nuca, por si acaso. Esto para queaprendas sobre quién se puede escribir y quién no, ¿oíste? El próximo reportaje lo vas a escribir pero en la morgue. Tendido en el suelo, ridículo e impotente bajo los libros que cayeron de las estanterías, Antonio Diez vio el grueso río de sangre correr hacia sus pies. Cuando pudo incorporarse, cuando recuperó la hombría para ver el cadáver de su esposa, al menos de pie, vio el hueco en la nuca de Clemencia; a su lado, un libro perdido flotaba en el pozo de sangre que se anegaba, lentamente, a sus pies. Era La Galera de Tiberio.

viernes, 6 de mayo de 2011

Almohadas (continuación)



Esa noche, con la luz ya apagada, él del lado derecho de la cama, yo en el izquierdo, pensé dos cosas: preguntarle si su herida sangraba y abrazarlo. No sé porqué. No hice ninguna de las dos.

martes, 3 de mayo de 2011

Habitaciones con ventana

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Dice Muñoz Molina, en el Babelia del sábado pasado: "No hacen falta demasiadas cosas en la vida pero sí una habitación con una ventana; una habitación que sea de uno y con una puerta a la que en caso necesario se le pueda añadir un pestillo o echar la llave, como dice Virginia Woolf; una habitación con una ventana por la que entre algo de luz natural y desde la cual se pueda observar un fragmento de vida y un ingreso decente que le conceda a uno el sosiego necesario para sus indolencias o para sus tareas sin beneficio asegurado. En 1928, Virginia Woolf calculaba que una mujer, para dedicarse libremente a escribir, necesitaba 500 libras al año aparte de una habitación con un pestillo. Un día de octubre de ese año, el 26 exactamente, Virginia Woolf estaba escribiendo su ensayo sobre las mujeres y la literatura y al asomarse a la ventana de su habitación vio una calle de Londres populosa de gente y de tráfico. Al cabo de un momento el tráfico se apaciguó y casi se hizo el silencio, y entonces Woolf vio a un hombre y una mujer jóvenes que se encontraban en una esquina y caminaban juntos hasta tomar un taxi. La imagen inexplicablemente la llenó de felicidad; le despertó uno de esos estados de íntimo entusiasmo que hacen posible la literatura y que son instigados por ella, y en los que, dice ella, tenemos la ocasión de ver la realidad tal como es, sin ningún velo de distracción que la oculte."