No pasará un día sin recordar aquella noche del 17 de
septiembre. Porque hay cosas que se pueden olvidar y otras que no se dejan. La
memoria, claro, siempre deja al descubierto cuán jóvenes, valientes… e
imbéciles podemos llegar a ser. Pero hoy, por estar triste, echo de menos asuntos
sepultados, guerras que en aquel entonces no imaginaba como tales. Y somos
tantos los muertos en aquellas. Tantos.
Era domingo, tenía que subirme a un avión que
habría dejado pasar con gusto y aterrizar a las ocho de la mañana en una
oficina de la que me había escapado con cualquier excusa de esas que cuelan.
Todo cuanto valía la pena lo conocí en aquellos tres días: la colonia Roma de
Octavio Paz; el Coyoacán de Frida y Trotsky; el Fondo de Cultura Económica que
yo recuerdo al final de la Calle Madero y esa euforia de los que nos
rociaríamos con gasolina sin dudarlo.
Ando por casa, jugando a la ruleta rusa de
las gavetas … y me descubro sonriendo. Hay domingos... y domingos. Trepada a un taburete, bailando una
canción de Frank Sinatra que bailan todos y que escucho ahora como si fuera
mía. Yo era una mujer hermosa… y tosca, imprudente, imperfecta y aborrecible,
pero era. Cada cosa la hacía con la energía demoníaca de los que se creen
infalibles. Y bailaba, sí. Bailaba antes de llegar al Benito Juárez, ese fiel que divide las cosas en un antes y un después.En el delta de una ciudad perdida seguía el paso de
un avión que no quería coger.
Y no sé por qué, si hoy no es septiembre y el
frío invierno de Madrid castiga mi corazón, algo en mi cabeza reproduce aquel
baile, en un número que ya no recuerdo de Niágara con Lerner. Desde entonces no he vuelto a aquella ciudad. Y me falta
valor. Me falta.