domingo, 5 de agosto de 2012
Almohadas (ejercicio de novela ocho)
La mañana en que se
cortó el índice intentando abrir un hueco más en su cinturón, sentí un dolor
raro. Lo vi correr al cuarto de baño apretándose el corte con la mano sana.
Estaba listo para irse a la oficina, excepto porque aún no llevaba puesto el
saco de su traje azul marino con levísima raya diplomática. Pesadas gotas de su
sangre marcaban el camino desde nuestra habitación al lavamanos. La cómoda
blanca tenía rojas interrupciones, rastros aún frescos y tibios de su herida. Y
no supe qué hacer, excepto preguntar: ¿Estás
bien, amor? ¿Estás bien? Como si en el fondo le preguntase ¿estamos bien, amor?, ¿estamos bien?, ¿estamos…?
Me acerqué. Quise ser la esposa cuidadora que no he sido. Abrazarlo y apretarlo
contra mí, para protegerlo como no lo he hecho, para cerrar con mi culpa
aquella cortada torpe que se había hecho por bestia, por amo y señor de las
batallas mínimas. Saqué de los cajones un bulto de algodón y una botella de
alcohol. Sin quitar la mirada de su sangre en el suelo, hice mi ridícula
enfermería afectiva. Miré la sangre. La suya. La nuestra. Su piel me pareció
blanca, más blanca incluso que la primera vez que la vi y me di cuenta que
podía pasar horas estudiando un mapa de pecas que hoy ya no miro con la atención de antes. Estudié
la profundidad de la cortada; era considerable. No me dijo nada. Creo que sólo
prometió cagarse en la puta de la
Victorinox que le causó la herida. Deseé cantarle nanas. Abrazar a aquel
gigante herido, pero no lo hice. Todavía no sé porqué. Retiré el algodón de su
dedo. La sangre seguía saliendo. Apreté un poco más. Se dejó curar como se
dejan hacer los extraños, con la mansa indiferencia de los que no confían pero
no tienen otra opción, porque el dolor es puñetero y con alguien hay que
repartirlo. Le hice prometerme que
pasaría por una farmacia, que se haría ver la herida, demasiado honda a mi
parecer. ¿Qué herida quería yo que le curara alguien más?, ¿la de la navaja?
¿la de nuestro matrimonio? ¿A quién más estaba endosando la profundidad de una
lesión? ¿En manos de cuántos estaba dejando el bienestar de aquel altísimo hombre
que ahora tenía frente a mí? Repetí lo de la farmacia, no sé cuántas veces. No
recuerdo cuál fue su respuesta. No recuerdo si dijo sí o no. No recuerdo si quiera
si respondió. Salió del baño y fue por su cinturón, que ajustó a su
abdomen en un gesto seguro y arrogante.
Me sentí ridícula y doméstica, todavía en bata de dormir y sin ningún motivo
para cambiármela por una ropa de oficina, por un traje de vida real y sensata.
Una bata que podría dejarme puesta hasta su vuelta, en la noche. Me sentí estúpida;
también agraviada –me gustaría reírme ahora de ese agravio. En la orilla
opuesta de la vida que debí tener y que ahora intercambiaba por una guerra
silenciosa de muros que crecían como hierba entre nuestras sábanas ásperas y
desconfiadas. Ni yo era la que alguna vez se plantó en un aeropuerto con una
maleta y una declaración de amor, ni él el hombre dispuesto a tener
expectativas en lugar de planes. Yo ya no era valiente. Y él ya no me creía
capaz de serlo.
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