-Me dijo usted que era poeta,
¿acaso no le ocurre lo mismo a usted al escribir? –me preguntó.
-¿A qué se refiere?
-A que la escritura es, a su
manera, un acto de recuperación y demolición simultáneas. Que mientras el
escritor pone en marcha un universo, otro autónomo, se desata con unas reglas propias. Piense en una manada de
caballos o mejor, piense en un carro tirado por tres caballos. Imagine que cada
uno tira en una dirección contraria. ¿Avanzaría esa carroza? No, ¿verdad? Pues
creo, a veces, que las palabras se comportan como esos caballos. Se desbocan.
Echan a correr, mientras quien escribe intenta domarlas, para que vayan en ésta
o aquella dirección.
-Perdóneme Bernardo, pero no
entiendo la escritura como una doma y creo, en el fondo, que usted, en el
momento en que escribió, al menos Cubagua, tampoco lo creía, por lo menos no
formalmente. Gozaba usted de un
cierto desenfado que no consigo ahora en sus palabras.
-Ida, entienda una cosa: de la
ficción no espero nada. No creo que consiga en ella nada más que un montón de
sombras. Escribiendo ficción me siento solo y aunque yo mismo soy de los que
piensa que la soledad es hospitalaria, la que me produce mi propia escritura se
parece demasiado al desamparo, a la intemperie. Y sólo el paso del tiempo me ha
llevado a esa conclusión. Yo había decidido contar la historia de un país que se resiste a conocerse, al
que poco le importa de dónde viene.
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