lunes, 29 de agosto de 2011
miércoles, 24 de agosto de 2011
Señoritas metálicas; conejitos mecánicos. ¿Sueñan las alcancías con cerditos de cerámica?
Ellas repiten e insisten en demorarlo todo. Señoritas metálicas a las que nadie besa, porque saben a lo que los golpes o las tuercas.Señoritas que van de la mano de cualquiera, aburridas del mismo paseo. Señoritas que suben y bajan, para llegar siempre muy rápido a ninguna parte. Señoritas metálicas, que se saben de memoria, los trajes de la semana. Recogedoras de miradas domadas; las mejores, cuando se trata del mismo reproche. Infelices a las que Cortázar no dedicó ni una línea. Señoritas que derriban a quienes prefieren besarse trepados en la distancia de un escalón más alto. Pobres, condenadas a coleccionar cualquier cosa y a morir, siempre, en el peor momento.
Señoritas metálicas: Dejadme en paz, de una buena vez.
jueves, 11 de agosto de 2011
Un clavadista en el Hudson
La vida no es más que una sombra andante jugador deficiente/Que apuntala y realza su hora en el escenario Y después ya no se escucha más. Es un cuentoRelatado por un idiota, lleno de Ruido y Furia,Sin ningún significado”.
William Shakespeare. Macbeth
Antonio Diez practicó la coreografía de los detectores de metales. Contestó la verdad y nada más que la verdad. No llevaba cocaína en el estómago y no tenía intención alguna de secuestrar un avión para estrellarlo contra una torre. Que la funcionaria le rociara con el tufillo del imitador le ofendió. No tenía intención. Y en el caso de que lo deseara, ¿para qué copiar lo mil veces visto? Para destruir una ciudad entera, no necesitaba plagiar un atentado terrorista. Podía pensar y producir uno mucho mejor. Uno mucho, mucho mejor.
La pista de aterrizaje brillaba como un tenedor recién pulido, mientras la turbina del vuelo de American Airlines rascaba los vidrios con su ronquera. El reloj del pasillo daba las dos de una tarde sin baterías. Antonio Diez miró al resto de los pasajeros. Mataban el tiempo tocando las pantallas de sus móviles con la yema de sus dedos. El aeropuerto se convirtió en un enorme cementerio, un horno crematorio con aire acondicionado en el que alguien funde sus últimos cartuchos antes. ¿Me quieres, amor? Llámame al volver. Cuándo regresas. Una lista de reclamos y esquelas para el tablero tartamudo de llegadas y salidas; un sitio en el que alguien, siempre, está de paso. Pero Antonio Diez no tenía municiones, tampoco blanco para descargarlas. Por eso apagó el teléfono.
Se dirigió con pereza hacia el avión. Lo recibió un olor dulzón, una mezcla de azúcar ahumada y pan frío. Esquivó, aceptó y pidió disculpas, hasta dar con el asiento. Cayó derrotado en la butaca y pegó su nariz al cristal. El despegue le asestó un golpe entre los ojos. A su alrededor, la cabina se convirtió en una estampida de vasos plásticos, botellitas, menús enjaulados en bandejas y frutas tristes para viajeros sin hambre. Siempre odió de los aviones su rara manía de ataúd. Porque todo en ellos es pequeño. Provisional. Incierto. Como deben de ser las cosas bajo tierra... ¿o sobre ella? En las épocas en que se dedicó a cubrir las campañas electorales para la sección Nación del periódico, Antonio Diez entendió que los pasillos de los aviones privados son siempre mejores que estas jaulas públicas llenas de ovejas y turistas. Viajar. Conocer. Creer que el mundo es bello y abarcable desde un asiento de 40 centímetros. Necedades. El mundo, testimoniado por tontos, pensó.
A llegar al JFK llamaría a Federico, su pata de palo en aquel nuevo viaje cojo y absurdo. ¿Cuál era ya? ¿El quinto, el sexto? En su vida sin aniversarios, qué importaba ya una ida o una vuelta… Cuando lo sacaron de la ciudad, a la semana siguiente del asalto a su casa y del asesinato del Gobernador, Federico fue el primero en llamar a Antonio Diez para ofrecerle un lugar dónde pasar los primeros días de su próxima vida de mierda. Entonces, como en aquellos años, Antonio Diez fue a meterse en el Dúplex blanco sin alfombras. Habían pasado casi ocho años y Antonio Diez no recordaba, por sí mismo, la dirección. ¿Bowery Street con Houston, o Bowery con Canal? Abrió su libreta y repasó su letra apretada. Anotaciones, tachaduras, transcripciones. No encontró la dirección. Se distrajo en otras búsquedas. Volvió sobre las notas, siempre insuficientes de su libreta. Lo gordo venía en el portátil, pero la pereza y la desgana le podían. No escribiría nada hasta pisar Manhattan, como no escribió nada cuando estuvo en Panamá, ni en Valencia, ni en Baltimore.
Rebuscó, despeinó la libreta buscando la dirección exacta de Federico, pero en su lugar encontró al hombre que llevaba años persiguiendo. Enrique Bernardo Núñez. En el primer folio, a un lado de aquel nombre, Antonio Diez había escrito una larga lista de oficios y descriptores. Cónsul del servicio diplomático venezolano. Médico inacabado. Escritor. Periodista. Perdedor. Se detuvo en esta última palabra, escrita arbitrariamente de su puño y letra. ¿Y quién era él para decidir quién ganaba o perdía un combate?, pensó Antonio Diez. Quién era él, además de un hombre que también lo había perdido todo.
Enrique Bernardo Núñez fue nombrado primer cronista de la ciudad en 1945, el año del fin de la guerra, el mismo en que su contendor literario, Arturo Úslar Pietri, fue nombrado Ministro de Relaciones Interiores. 1945, el año en el que el cónsul dio por terminada su carrera literaria. Después de esa fecha, el diplomático no escribió ni una novela más. Se encerró en la vida mínima de los hombres que odió, se dedicó de lleno a describir sus colecciones de farolas y parques, su mansa vida de dulces abrillantados y plazas públicas de una ciudad mil veces distinta a aquellas en las que había vivido. Mientras la luz del Cónsul se apagaba, a Arturo Uslar Pietri, el ministro escritor, le estaban destinadas las glorias más desafinadas de aquella patria literaria a la que Bernardo Núñez volvió, alguna vez, con el rabo entre las piernas. El Cónsul, funcionario de la cancillería del general Juan Vicente Gómez, gozaba de raros privilegios y extravagantes costumbres para un país que todavía tenía en sus narices las tolvaneras de la Guerra Federal. Debió de haber sido uno de los pocos de su generación que leyó El ruido y la furia, la cuarta novela de Faulkner. En las notas de Antonio Diez, una nota apostillaba. Ruido, 1929. La primera edición en español de la novela había sido editada en el mismo año en que Bernardo Núñez fue destinado a La Habana. ¿Leería realmente Enrique Bernardo Núñez a Faulkner? ¿Le imitaría con la ansiedad de quien desea que el mundo entre por la puerta grande de una novela? El problema es que a veces no cabe, no son suficientes ni el mundo ni la novela para el tamaño de ciertos escritores. Antonio Diez miró, largo rato, el vértigo de nubes que caben en una ventanilla sellada y volvió a escribir cosas en su impotente libreta.
Bernardo Núñez, el Cónsul, había publicado ya tres novelas cuando se creyó capaz de algo más. Y en Panamá comenzó la tarea de ser un Faulkner tropical, incapaz de hacerse entender ante sus necios contemporáneos, todavía demasiado ocupados en lo criollo. Fue allí, en Miraflores, donde comenzó a escribir la novela cuya primera edición arrojó entera al río Hudson, en 1938. La Galera de Tiberio, un raro intento para un Conrad náufrago y sin tinieblas. En aquel tiempo fue destinado a Baltimore, en el condado de Greene, al norte del Estado de Nueva York, desde donde emprendió su romántico viaje para deshacerse, por completo, de la novela en la que probablemente había depositado mayores pretensiones literarias. Después de arrojar la tirada completa, el cónsul reservó para sí un ejemplar, como quien conserva un suspiro o una esperanza en el desamor. Antonio Diez garabateó más palabras, todas sucias e inútiles, sobre los folios de su pretenciosa libreta de periodista. Él, como el cónsul, había viajado lo suficiente como para no volver. Él, como el cónsul, estaba dolido, ¿acaso él tendría que confiar a los peces del Hudson la historia que sus enanos e ingratos compatriotas jamás leerían? Si había llegado tan lejos, sería para escribir la historia del cónsul, el hombre que como él ya no hallaba lugar ni siquiera para tirar por la borda los pocos recuerdos que una patria que mataba a los suyos, desapareciéndolos en el olvido y la ceniza. En el Hudson, abajo, muy profundo, alguien habría de picar algún anzuelo. ¿Alguien, no?
Desde la muerte de Clemencia, Antonio Diez había echado llave a su casa. Y aunque intentó lavar la alfombra, el cloro no logró borrar del todo la mancha de sangre que su mujer dejó impresa también en sus camisas, sus pantalones y los calcetines de una vida extraviada que ahora recuperaría escribiendo la historia de otro. Porque aquel día todo fue rápido. Dos balazos y una paliza. La muerte para ella; los golpes para él. Antonio Diez se hubiese cambiado en aquella ruleta que gira todavía, para recordarle que todo desaparece. El día en que aquel policía vestido de paisano llegó a su casa, tenía los ojos nublados de perico, la droga de los señoritos y los matones. Y en lugar de llamar a la puerta, aquel hombre la derribó con un par de balazos. Clemencia, que afinaba su piano, hizo lo que todos. Ofreció el poco dinero que tenía al alcance. Abrió cajones. Se dejó pasear como a un perro que hace piruetas sabiendo que morirá de todas formas. Pero no era eso lo que buscaban ni el sujeto ni su pistola. Si él hubiese llegado antes. Si hubiese llamado, a lo mejor y los disparos habrían sido suyos y no para ella. Pero cómo sabe un hombre que vuelve a casa, que a veces es mejor correr que detenerse, que la demora es también causa de muerte. Cuando llegó, Clemencia estaba atada como un pernil. Tendida en el suelo, con los ojos vendados y un pie ajeno aplastándole la nuca. No lloraba su mujer. Hacía lo que le ordenaba el policía vestido de paisano a quien Antonio Diez no pudo arrebatar el arma. El mismo que le machacó el rostro contra la biblioteca de pino, mientras Clemencia, con el afinador del piano a unos pasos, daba gritos vendados por una cinta color canela. Antonio Diez intentó incorporarse, luchar contra aquel policía vestido de paisano que había entrado en su casa para dejarle la vida revuelta, para siempre. Aquel hombre golpeó lo suficiente como para que aún pudiera mirar, de cerca; después hizo lo que le habían encomendado. El primer disparo fue en el rostro, para desfigurarla. El segundo en la nuca, por si acaso. Esto para que aprendas sobre quién se puede escribir y quién no, ¿oíste? El próximo reportaje lo vas a escribir pero en la morgue. Esto te lo manda a decir el gobernador, la próxima es contigo. Tendido en el suelo, ridículo e impotente bajo los libros que cayeron de las estanterías, Antonio Diez vio el grueso río de sangre correr hacia sus pies. Cuando pudo incorporarse, cuando recuperó la hombría para ver el cadáver de su esposa, al menos de pie, vio el hueco en la nuca de Clemencia; a su lado, un libro perdido flotaba en el pozo de sangre que se anegaba, lentamente, frente a su alma. Era La Galera de Tiberio.
Cuando se publicó, en 1967, una edición recuperada a partir del ejemplar que conservó el cónsul después de arrojar los volúmenes completos al agua, los editores decidieron incluir cuatro páginas del original, una defectuosa versión facsímil. Despeinadas por un viento frío y viejo, puestas ahí como un arrepentimiento, en ellas pueden leerse las anotaciones y correcciones que hizo Enrique Bernardo Núñez en los márgenes. Antonio Diez las repasó y transcribió, como pudo. Y ahora volvía a mirarlas, lenta y reposadamente. Cuando hizo aquellos garabatos ansiosos, levemente inclinados hacia la derecha se preguntó hasta qué punto amasaría todavía el cónsul la intención de volver a publicarla, a su gusto? ¿Aquella historia sobre un buque fantasma brotó desde las aguas empozadas con qué intención? ¿Para despertar las leyendas entre traficantes y marineros en las esclusas de Miraflores o para alborotar, acaso, los demonios necesarios para, esta vez sí, una última vez? Cuando se imprimió la tirada original, en 1938, no se hizo en París, donde ya había impreso Cubagua, su novela anterior, sino en Luxemburgo. ¿Tendría acaso mejor papel? ¿o sería uno de esos, poroso y pesado, capaz de hundirse más rápida y gravemente? ¿Tendría aquella edición algo que ver con el objeto que ahora llevaba entre las manos?
Antonio Diez hojeó su libro, el mismo que había comprado en el anticuario de la avenida Casanova, el que se llevó de prisa y devoró en sus noches enteras de luto y mierda. En su ejemplar está doblada todavía, con meticulosa inquina, la página 49, la que leía cuando se enteró de la muerte de Jorge Lara, el hombre que envió a un matón a rematar a su mujer de un tiro en la nuca; el hombre al que un verdugo le asestó 25 disparos; Jorge Lara, el Gobernador del segundo estado ganadero del país, el mismo sobre el que Antonio Diez había escrito tres portadas destapando los casos de corrupción mientras el país entero se daba a la fiesta ofrecida por un nuevo general. No hacía frío en Nueva York esa semana. La primavera estaba por llegar y los barcos zarpaban llenos de gente hacia Staten Island. Sentado en un muelle, aún con la página 49 de La Galera de Tiberio abierta, Antonio Diez no sintió frío, sólo ganas de morirse.
-Actualmente trabajo en una historia.
Le pregunté si se trataba de una de aquellas civilizaciones que venía de estudiar.
Y Herr Camphausen con acento desdeñoso:
-A mí tampoco me gusta escribir de cosas pasadas. La historia tiene el inconveniente de que nunca se desarrolla de acuerdo con nuestros deseos. Lo mismo acontece con nuestra vida. ¿Hay, por ejemplo, nada más lamentable que la muerte de César o la caída de Napoleón? Las civilizaciones, las culturas, siguen evoluciones parecidas, obedecen leyes semejantes a las que rigen la vida de los seres. La ciudades nacen, crecen y se mueren. Además -ni usted ni nadie podrá negarlo-, a pesar de todos los recursos, el hombre siempre es el mismo. Hoy como ayer mueren jóvenes y hay ancianos como hace diez mil años.
Hizo una pausa. Sus bigotes amarillentos caían como dos cuernos invertidos y sus ojos azules, más bien grises. parecían seguir tras de sus pensamientos.
Releyendo las páginas de su Galera, Antonio Diez se sintió, como el cónsul, estafado. Se descubrió timado por un paisito de militarotes. Leyó como si hubiese conseguido en la cubierta fantasma la vasija con monedas de cobre y el anillo de Tiberio César con el que fantaseaba Darío Alfonzo, aquel embaucador de forasteros y viajeros demorados como él. “El hombre siempre es el mismo”. La frase, subrayada con lápiz rojo, podía haber sido común o inofensiva, podría haber sido un artefacto retórico de no ser porque él, Antonio Diez, trabajaba en una historia de hombres repetidos, hombre mil veces inacabados que volvían a la vida como si ella les debiese algo. Y parecía que la suya, la que Antonio Diez escribía -como la del cónsul o cualquier otra- tuviese el único sentido de narrar la destrucción total de un linaje. Quien escribe, pensó Antonio Diez, lo hace con dificultades congénitas, con la perversa mezcla de rasgos que se repiten hasta degenerar en endogámica herencia. Quien escribe, pensó Antonio Diez, lo hace como Benjy, el atrofiado chico que narra la decadencia de los Compsons en El Ruido y la furia. La vida no es más que un cuento “relatado por un idiota”, un relato “lleno de Ruido y Furia, sin ningún significado”. El mundo testimoniado por tontos, como él; pensó Antonio Diez durante el instante que duró el vuelo circular de una gaviota sobre su descubierta cabeza.
Si de los libros anteriores del cónsul quedaron apenas las referencias en las antologías literarias, de éste no sobrevivió ni una sola línea más allá del título y la fecha de publicación, no del todo exacta. La Galera de Tiberio, suponía Antonio Diez, tuvo que se escrita en dos ciudades y dos años: Panamá, 1931, y Barcelona de Venezuela, en 1932. Lo que no entendía Antonio Diez era por qué, para escribirla, el cónsul prefirió empezarla y terminarla dos veces. Había publicado varios libros y estaba ya casi en la mitad de sus treinta cuando el cónsul se dispuso a borrar las vacilaciones de Sol interior y Después de Ayacucho, sus dos primeros libros. En aquella lista de largos despropósitos, La Galera de Tiberio parecía una revancha, un desahogo. Pero lo que debía ejecutar fiera y arbitrariamente, lo hizo el cónsul con el método obcecado de las repeticiones y las facturas. Todo apuntaba, enteramente, a la rara fiebre de un hombre que había contraído la enfermedad de la descripción.
¿Acaso el cónsul se sentía un copista incapaz de rebelarse contra sus propios modelos? ¿Era la ficción un estado de gracia que jamás le fue concedido? Porque un hombre que escribe dos veces el mismo libro no decide, así, de la nada, tirar el resultado final al agua infecta de un río. No así, no de esa forma. Cuando se publicó, en 1938, La Galera de Tiberio, la crítica venezolana se hizo la vista gorda. No se dijo nada de ésa ni de sus anteriores novelas. Enrique Bernardo Núñez era invisible, un hombre de gas y transparencia, un espectro. En un país necio, embrutecido por el petróleo, aquel infierno al que llegaban chicles en lugar de libros, ¿quién pudo haber leído La Galera de Tiberio? ¿Quién? ¿Lo funcionarios? ¿la crítica, cuál crítica? ¿Existía alguna en aquella tierra arrasada? Ese sitio donde los hombres fuertes se entretenían, como ahora, despellejando a sus enanos y temerosos adversarios, hombrecitos a los que faltaba la mitad, que comenzaban y terminaban sus negocios de rodillas, la primera para adular, la segunda por cobardes. ¿Quién era capaz de leer La Galera de Tiberio en un país así? ¿Quién? Con ganas de morirse, de asco y silencio. Antonio Diez permanecía sentado en un pequeño banco de madera con vistas al Narrows, como un fantasma que se asolea frente a las aguas constantes y aburridas que separaban Brooklyn de Staten island.
¿Por qué viajó el cónsul hasta la ciudad de Nueva York, si para tirar La Galera de Tiberio al agua le bastaba con el puerto de Baltimore? ¿Qué sentido tenía, en su raro y productivo proceder, viajar 300 kilómetros para deshacerse de un manuscrito que podía haber arrojado al río Patapsco? ¿Por qué agua en lugar de fuego? ¿Por qué? No existe un diario de viaje que sirva para dar por contestadas las muchas preguntas que se anegan en la vida de un hombre del que tampoco se sabe mucho. Pero la rabia no tiene explicaciones. No es justa o injusta, es esa espuma blanca que fermenta los corazones de los hombres. Es el combustible de los hechos sin motivo.
Todas las vidas que pudo haber tenido terminan y empiezan ahí, en el río. Y no cualquiera: el Hudson, uno de fuertes mareas que dificultan la navegación a los marinos. Un cuerpo que lleva y trae otros, lejos, lo más que se pueda. Un animal furioso que anega glaciares en el invierno y destroza las barrigas de los buques con sus monstruos de hielo. El Hudson, un pozo inquieto que presta su final al Atlántico y recibe el agua salada de las cosas definitivas. Fue ahí, en ése y no en otro, el lugar que escogió el cónsul para poner en remojo, y para siempre, las páginas impresas y encuadernadas de La Galera de Tiberio, como si arrojándolas las devolviera a su estado original, a esa blanca superficie en la que ahora habrían de enredarse peces y muertos; esa sopa fría de hombres e historias que encuentran su final en el fondo quieto del que nadie vuelve jamás.
Antonio Diez no obtuvo una sola respuesta a las preguntas que se acumulaban en sus libretas de piel. No las obtuvo entonces, por qué tendría que tenerlas ahora… Al entierro de Clemencia llegaron, antes que las suyas, dos gruesas coronas de flores con una tarjeta membretada de la gobernación. ¿Hacían falta más pruebas para incriminar a Jorge Lara por la muerte de su mujer? ¿No había sido suficiente con enviar a sus matones? ¿No se había llevado ya el último recuerdo al que podía aspirar? Porque ni eso le dejaron. Ni un rostro blanco y dormido que mirar por última vez. No. Ni siquiera eso. Lo querían todo: su miedo, su rabia, su soledad.
El caso del asesinato de Clemencia se cerró, por falta de pruebas. Al momento de reabrirlo, ocho años después, no encontraron un culpable vivo a quien meter en una celda. Aquella noche, cuando llegó la policía, Antonio Diez todavía sostenía entre sus manos el rojo ejemplar de La Galera que un policía le quitó, por considerar que podía tratarse de evidencia. No logró recuperarlo. La empapada edición desapareció en un incendio, junto al resto del expediente. ¿Qué tenía Antonio Diez? Nada. Por eso su odio creció solo y libre, a la intemperie de una hierba fina como la que a veces tapa el nombre de Clemencia, y su fecha de nacimiento, inscrito en letras de molde sobre una tapia gris y pequeña del cementerio del Este.
El día en que decidió dejar de escribir, Antonio Diez supo que necesitaría una historia como la suya para encontrar el valor que le habían arrebatado. Un largo cuento de un hombre silencioso a quien la rabia le hubiese comido por completo la lengua y las ganas de recuperarla. Por eso se enamoró del cónsul como lo hacen los desgraciados, con soledad y amargura; con los movimientos demorados que tienen los animales cuando reconocen su olor en el pelaje de otro parecido. Enrique Bernardo Núñez era, como él, invisible, un hombre de gas y transparencia, un fantasma.
No era la primera vez que hacía ese recorrido. Y una vez más, cuando se acercó al bordillo de la bahía, trató de imaginar Antonio Diez cómo y de qué forma habría tirado el cónsul al agua los pesados cuadernos. ¿De uno en uno o todos a la vez? ¿De a poco o por partes? ¿Mejor callarse que ceder a la tentación de ser un idiota que da cuenta del mundo? ¿Sería eso lo que pasaría por la cabeza del cónsul?. Antonio Diez desdobló la esquina que marcaba la página 49 de su ejemplar. Miró al final de una tarde gris en la que no encontró nada excepto gaviotas desorientadas. Lanzó el libro, con fuerza. Al caer, la edición se mantuvo a flote, como una invitación a la supervivencia. Entonces entendió que, de haberlos tirado correctamente, el cónsul se habría tomado la molestia de preparar un modo en que La Galera de Tiberio no volviera, jamás, a la superficie. Los habría metido, quizás, en una pesada caja que supiera dormir, para siempre, bajo el agua.
Antonio Diez miró a los lados. Esperó a que una excursión de niños se alejara del lugar. Se sentó en el punto más alto del bordillo y abrió la cremallera de su bolso, todavía lleno de libretas. Sacó una soga que deshizo a grandes tirones. Unió sus pies y comenzó atarlos. Fueron necesarias cuatro vueltas para asegurarse de que no sería capaz de ir a ningún sitio distinto del que ahora quería ir. Para las manos escogió otra soga, más fina, con la que rodeó sus muñecas hasta convertirse en un precioso ramillete de hombre muerto que aún debe flotar, quién sabe, en las aguas sucias de un río sobre el que vuelan, bobos, los pájaros que huyen en dirección al mar.
Relato presentado al 66 Concurso de Cuentos de El Nacional (Mención)