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No entiendo el precipicio como el final de una azotea a la
que se asoman las rubias picoteadas por cuervos y pastillas, ni aquel al que
van a dormir las poetas que usan sus venas como trenzas para atarse los
botines.
El precipicio que conozco ocurre en las demasiadas
aceitunas,
en la sensación de provocarse de a poco un charco que comienza a ser demasiado.