sábado, 26 de marzo de 2011

I de Inacabados, P de peregrinos

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Todas las vidas que pudo haber tenido terminan y empiezan ahí, en el río. Y no cualquiera: el Hudson, uno de fuertes mareas que dificultan la navegación a los marinos. Un cuerpo que lleva y trae otros, lejos, lo más que se pueda. Un animal furioso que anega glaciares en el invierno y destroza las barrigas de los buques con sus monstruos de hielo. El Hudson, un pozo inquieto que presta su final al Atlántico y recibe el agua salada de las cosas definitivas. Fue ahí, en ése y no en otro, el lugar que escogió el cónsul para poner en remojo, y para siempre, las páginas impresas y encuadernadas de La Galera de Tiberio, como si arrojándolas las devolviera a su estado original, a esa blanca superficie en la que ahora habrían de enredarse peces y muertos; esa sopa fría de hombres e historias que encuentran su final en el fondo quieto del que nadie vuelve jamás.

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