Una ciudad nunca es la misma. Cambia. Una ciudad se sabe
querida cuando amenaza dulcemente con irse a hacer puñetas un buen día de
estos, para dejarlo a uno, melancólico, al otro lado de cualquier parte, extrañándola
sin haberse marchado si quiera. Una ciudad es hermosa cuando las torres de sus
edificios parecen chocar como copas que brindan y sus ángeles de escayola y
bronce aparentan agacharse como si fueran a echarse a correr 200 metros de azoteas.
Una ciudad nunca es igual si se sube o se baja una cuesta. Si el autobús es el
mismo de siempre o si es una línea desconocida. Si sus fuentes están encendidas
o si se apagan. Una ciudad no es la misma según sea domingo o viernes; cambian
sus luces; se despiertan o se mueren de mengua sus fantasmas. Una ciudad
depende del número de ventanas dispuestas a encenderse en medio de la noche.
Una ciudad son sus puentes y los nervios de sus arcos, el olor de sus mañanas y
los portales con orines tibios, cubos vacíos y persianas bajas. Una ciudad son
sus paseantes, sus iglesias siempre abiertas, sus bares que nunca cierran. Una ciudad
nunca es la misma, según se aprenda o se olvide el número de los portales, la
dirección de barrios para atletas y los
parques para familias que con el paso de los años se harán numerosas. Una
ciudad será distinta si alguien comienza
o sepulta en ella una historia. Una ciudad tendrá recuerdos o los habrá perdido
depende de quién venza y quién sea el perdedor. Una ciudad se compromete y quita las manos del fuego. Una
ciudad arde y mira llover. Una ciudad nunca es la misma según el cristal por el
que se mire y el número de taxis que pasen por una calle un día que el termómetro marque por debajo de cero. Una
ciudad es el lugar en el que alguien fotografía la ventana a través de la que ha mirado.
Una ciudad es una posibilidad y su opuesto. Es el lomo de un animal de varias
pieles. Una ciudad es una cirugía. Ocurre a
diario, de manera inagotable, entre quienes la habitan y la sueñan. Por eso,
decía Calvino, sus deseos y sus miedos. Una ciudad. La ciudad. Esta ciudad.
Ésta.
lunes, 13 de agosto de 2012
domingo, 5 de agosto de 2012
Almohadas (ejercicio de novela ocho)
La mañana en que se
cortó el índice intentando abrir un hueco más en su cinturón, sentí un dolor
raro. Lo vi correr al cuarto de baño apretándose el corte con la mano sana.
Estaba listo para irse a la oficina, excepto porque aún no llevaba puesto el
saco de su traje azul marino con levísima raya diplomática. Pesadas gotas de su
sangre marcaban el camino desde nuestra habitación al lavamanos. La cómoda
blanca tenía rojas interrupciones, rastros aún frescos y tibios de su herida. Y
no supe qué hacer, excepto preguntar: ¿Estás
bien, amor? ¿Estás bien? Como si en el fondo le preguntase ¿estamos bien, amor?, ¿estamos bien?, ¿estamos…?
Me acerqué. Quise ser la esposa cuidadora que no he sido. Abrazarlo y apretarlo
contra mí, para protegerlo como no lo he hecho, para cerrar con mi culpa
aquella cortada torpe que se había hecho por bestia, por amo y señor de las
batallas mínimas. Saqué de los cajones un bulto de algodón y una botella de
alcohol. Sin quitar la mirada de su sangre en el suelo, hice mi ridícula
enfermería afectiva. Miré la sangre. La suya. La nuestra. Su piel me pareció
blanca, más blanca incluso que la primera vez que la vi y me di cuenta que
podía pasar horas estudiando un mapa de pecas que hoy ya no miro con la atención de antes. Estudié
la profundidad de la cortada; era considerable. No me dijo nada. Creo que sólo
prometió cagarse en la puta de la
Victorinox que le causó la herida. Deseé cantarle nanas. Abrazar a aquel
gigante herido, pero no lo hice. Todavía no sé porqué. Retiré el algodón de su
dedo. La sangre seguía saliendo. Apreté un poco más. Se dejó curar como se
dejan hacer los extraños, con la mansa indiferencia de los que no confían pero
no tienen otra opción, porque el dolor es puñetero y con alguien hay que
repartirlo. Le hice prometerme que
pasaría por una farmacia, que se haría ver la herida, demasiado honda a mi
parecer. ¿Qué herida quería yo que le curara alguien más?, ¿la de la navaja?
¿la de nuestro matrimonio? ¿A quién más estaba endosando la profundidad de una
lesión? ¿En manos de cuántos estaba dejando el bienestar de aquel altísimo hombre
que ahora tenía frente a mí? Repetí lo de la farmacia, no sé cuántas veces. No
recuerdo cuál fue su respuesta. No recuerdo si dijo sí o no. No recuerdo si quiera
si respondió. Salió del baño y fue por su cinturón, que ajustó a su
abdomen en un gesto seguro y arrogante.
Me sentí ridícula y doméstica, todavía en bata de dormir y sin ningún motivo
para cambiármela por una ropa de oficina, por un traje de vida real y sensata.
Una bata que podría dejarme puesta hasta su vuelta, en la noche. Me sentí estúpida;
también agraviada –me gustaría reírme ahora de ese agravio. En la orilla
opuesta de la vida que debí tener y que ahora intercambiaba por una guerra
silenciosa de muros que crecían como hierba entre nuestras sábanas ásperas y
desconfiadas. Ni yo era la que alguna vez se plantó en un aeropuerto con una
maleta y una declaración de amor, ni él el hombre dispuesto a tener
expectativas en lugar de planes. Yo ya no era valiente. Y él ya no me creía
capaz de serlo.
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