sábado, 13 de abril de 2013

Capítulo tres


-Me dijo usted que era poeta, ¿acaso no le ocurre lo mismo a usted al escribir? –me preguntó.
-¿A qué se refiere?
-A que la escritura es, a su manera, un acto de recuperación y demolición simultáneas. Que mientras el escritor pone en marcha un universo, otro autónomo,  se desata con unas reglas propias. Piense en una manada de caballos o mejor, piense en un carro tirado por tres caballos. Imagine que cada uno tira en una dirección contraria. ¿Avanzaría esa carroza? No, ¿verdad? Pues creo, a veces, que las palabras se comportan como esos caballos. Se desbocan. Echan a correr, mientras quien escribe intenta domarlas, para que vayan en ésta o aquella dirección.
-Perdóneme Bernardo, pero no entiendo la escritura como una doma y creo, en el fondo, que usted, en el momento en que escribió, al menos Cubagua, tampoco lo creía, por lo menos no formalmente.  Gozaba usted de un cierto desenfado que no consigo ahora en sus palabras.
-Ida, entienda una cosa: de la ficción no espero nada. No creo que consiga en ella nada más que un montón de sombras. Escribiendo ficción me siento solo y aunque yo mismo soy de los que piensa que la soledad es hospitalaria, la que me produce mi propia escritura se parece demasiado al desamparo, a la intemperie. Y sólo el paso del tiempo me ha llevado a esa conclusión. Yo había decidido  contar la historia de un país que se resiste a conocerse, al que poco le importa de dónde viene.

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