Cuando llegó, Clemencia estaba atada como un pernil. Tendida en el suelo, con los ojos vendados y un pie sobre la nuca. No lloraba su mujer. Hacía lo que le ordenaba el policía vestido de paisano a quien Antonio Diez no pudo arrebatar el arma. El mismo que le machacó el rostro contra la biblioteca de pino, mientras Clemencia, con el afinador del piano a unos pasos, daba gritos vendados por una cinta color canela. Antonio Diez intentó incorporarse, luchar contra aquel policía vestido de paisano que había entrado en su casa para dejarle la vida revuelta, para siempre. Aquel hombre golpeó lo suficiente como para que aún pudiera mirar, de cerca. El primer disparo fue en el rostro, para desfigurarla. El segundo en la nuca, por si acaso. Esto para queaprendas sobre quién se puede escribir y quién no, ¿oíste? El próximo reportaje lo vas a escribir pero en la morgue. Tendido en el suelo, ridículo e impotente bajo los libros que cayeron de las estanterías, Antonio Diez vio el grueso río de sangre correr hacia sus pies. Cuando pudo incorporarse, cuando recuperó la hombría para ver el cadáver de su esposa, al menos de pie, vio el hueco en la nuca de Clemencia; a su lado, un libro perdido flotaba en el pozo de sangre que se anegaba, lentamente, a sus pies. Era La Galera de Tiberio.
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